Soy de una generación
que no es una generación.
Quisimos pertenecer a mil y un grupo
distinto,
siempre distinto, eso era
lo importante: ser diferentes.
Y en esa búsqueda de la diferencia
no formamos parte de ningún grupo
más que en la estética.
Crecimos en la abundancia de nadas,
lo tuvimos todo
y nadie supo enseñarnos
lo que era la carencia.
Nos caímos demasiado tarde del nido,
y ahora no queremos crecer.
Por lo menos
de ese modo que ahora
tratan de imponernos.
Creímos tocar la inmortalidad con cada
raya
y no supimos ver
el túnel negro en el que
lentamente, paso a paso, raya a raya,
íbamos introduciendo a nuestro
malogrado cuerpo.
Y ahora perdidos en la pesadilla de
nuestros progenitores
dejamos que el tiempo se escape
sin querer saber nada sobre
revoluciones.
Y ahora, desde el pozo,
pozo igual de negro que aquel túnel,
de nuestra eterna desidia
ni siquiera sabemos cómo hemos de
estar
en este ahora que no acaba.
Nacimos en los ochenta.
Crecimos en los noventa. Allí
nos fumamos nuestros primeros porros, y
nos bebimos nuestros primeros
kalimotxos.
Con el nuevo milenio nos pusimos de
vuelta y media.
Y ahora, en esta nueva década
nada hace
que seamos capaces de romper
las cadenas que a esto nos aferran.