Un
armario viejo. Capas y capas de barniz le cubren.
Una
cama sucia y desvencijada. Las mismas sábanas desde hace un mes.
Ropa
cansada de ser ropa por el suelo.
Una
estantería recogida de la calle. Libros robados, libros viejos,
alguno comprado.
El
ordenador todavía es de esos de torre con todos sus cables. Todas
las conexiones cableadas.
La
ventana abierta y la persiana bajada sirven de tecnología
climatizadora.
La
mesa que sostiene el ordenador está hecha de un tablón y unas
borriquetas.
En
ella, ausente de todo, el que escribe. Sentado sin camiseta, frente a
la pantalla del ordenador.
A
su derecha, el cenicero. En él un porro humeante. A su izquierda,
una taza de café todavía caliente.
De
los altavoces del ordenador, la radio. Música que no se escucha.
Música desconocida.
Al
otro lado, más allá de este cuarto, la vida que desde aquí se
ignora.
El
resto de una casa vieja de protección oficial donde nada sucede.
La
casa está en un barrio de las afueras de cualquier ciudad de España.
El barrio, todos son idénticos.
Grandes
avenidas con todos los comercios cerrados
Grandes
descampados. Aquellos espacios donde la especulación inmobiliaria no llegó.
Zonas
verdes que por la noche, tanto en invierno como en verano, se vuelven hoteles
de cinco estrellas.
La
gasolinera que de hace de centro comercial.
De
vuelta al cuarto, el mismo que escribe, en el mismo lugar, igual de
ausente.
El
calor del verano. Calor con sabor a asfalto.
Nada
que hacer. Escribir. Leer. Poco más.
Tan
sólo esperar la noche.