Toda la tarde aguantando
el calor, la ola de aire africano, el aviso al verano asfáltico que
nos espera, encerrado tras las persianas con un libro que no lees,
más bien, lo ojeas hasta que, en un momento en que parece que el
calor, ya por fin, empieza a amainar, sales a pasear el perro. Ya en
el parque con un porro humeándote en la mano, miras ensimismado el
cielo. Se ha quedado una buena tarde. El sol del atardecer brilla
entre las nubes. No hay nada que hacer. Algo que te encanta. Tú, te
dices, en un intento de imitación poética, naciste para esto, para
observar los atardeceres. El perro, como suele hacer un perro, a lo
suyo, olisqueando todos los árboles y dejando su rastro en cada uno
de ellos. Te sientas en uno de los bancos del promontorio, fumando,
procurando no pensar mucho. Pocas cosas hay que alteren tu
ensimismamiento. Observas la nada, la caída de la tarde, aquello
que te rodea. En un extremo de tu visión, un grupo de ecuatorianos
juega en las canchas al ecuavolley, o como quiera que se llame esa
variante del voleibol que ellos practican. Familias con los niños en
los columpios. Adolescentes que empiezan a separarse de sus padres
para fumar o meterse mano. Jubilados que pasean con la lentitud
propia de su edad. Poco más. La postal típica de cualquier parque
del extraradio. Permaneces hasta que se va el sol. Otro día más que
se acaba. Es hora de volver. Llamas al perro, hace tiempo que le has
perdido la vista. Al rato viene, como siempre, insultantemente feliz.
Es un perro.