Vas caminando por la
calle. Es de noche. Una noche cerrada, opaca. La
densa neblina casi oculta la luz anaranjada del alumbrado público,
dando una mayor sensación de oscuridad. La calle por la que caminas
es una estrecha calle de la parte antigua de la ciudad. Una zona que
durante el día rebosa de vida. Pero ahora es de noche y la calle
está silenciosamente vacía. Algo que no te hace sentir cómodo. Te
quitas los auriculares y te concentras en el silencio de la calle.
Cualquier ruido te pone en alerta. La motocicleta de una pizzería
que te adelanta, ruido de voces en las calles aledañas, unas
botellas que se rompen, una sirena lejana. Cualquier cosa. Aceleras el paso, el
corazón te late con fuerza. Giras en una esquina y ante ti, un grupo
de inmigrantes norte africanos. Pasas entre ellos mirando al suelo.
Ni siquiera se han fijado en ti. Continuan hablando en su idioma. Tú
sigues caminando a un buen rítmo. Llegas. Sacas las llaves y entras
en el portal.