Hace
un momento me encontraba encerrado en mi cuarto
intentando
componer un poema.
Lentamente, la mala hostia va creciendo.
En las dos horas que llevo sentado delante del ordenador
En las dos horas que llevo sentado delante del ordenador
ni
siquiera he conseguido articular ni un solo verso decente.
Mi
madre y mi tía, en el salón,
viendo
algún absurdo programa de televisión a todo volumen.
Normalmente,
cuando los versos se dejan escribir
no
me importa en absoluto esta situación.
Pero
esta tarde no está siendo así.
He
estado escuchando los problemas de la última cacería del rey
más
que mis propias palabras.
El
perro, nervioso, de un lado a otro de la casa, mirándome,
tratando
de conseguir que, de una puta vez, le saque.
Miro
por la ventana,
la
lluvia cae con tanta fuerza que apenas se ve nada en la calle.
Espera
que escampe un poco, trato de decirle con la mirada,
antes
de volver a la infranqueable página en blanco.
Nada.
Las palabras, los versos, siguen resintiéndose.
Venga,
me digo, es solo lluvia. Me hago un buen porro de hierba,
y
antes de terminar de ponerme las botas,
el
perro ya está moviendo el rabo en la puerta.
Ya
en la calle, me voy hasta los soportales,
suelto
al perro y me enciendo el peta.
Al
rato, de la nada, como si fuese una especie de deidad de la lluvia,
aparece
una mujer. Debe andar por los treinta,
pero su aspecto le hace parecer mucho mayor,
en algún momento de su vida tuvo que ser una mujer atractiva,
pero ahora está bastante desmejorada
pero ahora está bastante desmejorada
y,
aunque parece no importarle, totalmente empapada.
Sabes
donde está la glorieta de Embajadores,
me
pregunta amablemente, si claro, le respondo, no tiene perdida.
Tras
indicárselo, apuro un poco el porro y se lo paso.
Ella
me responde con una sonrisa, antes de perderse en la lluvia
camino
de la glorieta de Embajadores.
En
este momento el perro, por fin, ha empezado a cagar.
Al
moñigo que le den por culo, ahí se queda.
Vuelvo
para casa.
En
el ascensor la típica absurda conversación con un vecino:
como
llueve, ya, aunque hace falta, ya, y el perro qué,
pues a secarle con una toalla, qué putada, es lo que hay,
adiós, hasta luego.
pues a secarle con una toalla, qué putada, es lo que hay,
adiós, hasta luego.
En
casa más de lo mismo con mi madre y mi tía:
llueve
mucho, sí, seca al perro, en eso estoy, estás bien, estoy mojado.
Me
encierro otra vez, me cambio de ropa y voy a por una cerveza.
La
página sigue igual, igual de blanca, igual de hija de puta.
Pongo
el fútbol en la radio, abro la birra y me enciendo otro porro.
Pienso
en todo esto. Si merece la pena esta mala hostia.
Pienso
en el momento en que decidí esto, y no lo encuentro.
Treinta
y dos años. Sin más estudios que un simple bachiller,
y con más probabilidades de acabar como la deidad de la lluvia
perdido en la lluvia camino de Embajadores
y con más probabilidades de acabar como la deidad de la lluvia
perdido en la lluvia camino de Embajadores
que
viendo publicado ninguno de mis poemas, mucho menos mi narrativa.
Pienso
si merece la pena seguir, si no sería más fácil
aceptar
los sobornos que la buena sociedad nos propone,
encontrar
un trabajo, formar una familia, hipoteca, esas cosas,
y
mandar todas mis pretensiones literarias por la taza del retrete.
Pero
no puedo. Una vez que has vendido tu alma, ya no hay escapatoria.